Crónica de un robo

Una vez salía de ver unas bandas en Don Bosco, era martes dos de la madrugada. Venia medio zigzagueante por una zona de esas que le suelen llamar peligrosas. La calle estaba vacía, la oscuridad y mi ausencia de reflejos no me permitieron ver a tres jóvenes que agazapados buscaban su próxima víctima.

Corrieron directamente hacia mi y sin mediar palabra decidieron que el asfalto cerca de mi rostro era mejor imagen que mis piernas paseando por el conurbano. No recuerdo si ofrecí algún tipo de oposición antes que uno de los muchachos testeara la resistencia de mi mandíbula con la potencia de su pie. Lo que sí recuerdo es que llegué a esbozar un “tranqui amigos” antes entender la gravedad del asunto y la gravedad de la tierra. Ese “amigo” que uno finge que le pertenece, como si acercarse desde el lenguaje los pudiera alejar de lo corpóreo.

Tuve “suerte” como se suele decir cuando se sobrevive a este tipo de circunstancias. Por más que uno la pase como el culo tiene que dejar tranquilo a la gente que le gusta las metáforas boludas con vasos. No estaban armados y sólo se llevaron las zapatillas y el teléfono celular. Mi billetera quedó en el bolsillo de atrás en una posición menos accesible y eso me garantizó no tener que hacer los mil trámites que suelen venir después de un despojo.

El cotejo asimétrico duró pocos segundos y salieron corriendo. No tuve miedo, confieso. Entiendo que la adrenalina y la cerveza tuvieron más que ver con la situación que con mi supuesta valentía. Pero también hay algo que opera en mí con las injusticias y los privilegios naturalizados que hace que ante estas circunstancias no sienta tanto odio de clase, con mi consecuente pasividad. Lo que sí me dio bronca fueron los golpes y la sangre. Que no respeten la propiedad me chupó bastante un huevo, pero me hubiera gustado que respeten mi cuerpo.  

Me incorporé como pude con raspones y esos dolores que no se pueden identificar bien de dónde vienen porque están en todos lados. Caminé dos cuadras, descalzo y ensangrentado y me topé con una garita policial en el Acceso Sudeste. Golpeé la puerta y cuando el policía salió se notaba visiblemente dormido. No voy a juzgarlo por ello, me imagino que debe ser un trabajo bastante aburrido el de esperar que pase algo interesante desde un cubículo de dos por dos pero a su vez no querer que pase nada y que el turno termine sin sobresaltos. Convivir con esa ambigüedad a diario debe darte sueño.

Hasta que un policía dormido y un joven asaltado medio ebrio y golpeado pudieron hacer uso del lenguaje verbal bien conjugado pasaron unos minutos. Le expliqué lo sucedido y me explicó lo que iba a suceder: nada. Me dijo que no podía sacar el patrullero que tenía allí y tampoco podía hacer demasiado para ayudarme. Recuerdo la frase exacta por su hermosa contradicción – No puedo mover el móvil – dijo.

Me fui del lugar sin saludarlo e hice un gesto con mi mano moviéndola como quien empuja una pelota en el vacío. Con ese desgano seguí caminando. Yo venia por Av. San Martín que luego se convierte en Av. Ramón Franco. El robo ocurrió justo en la transformación de esas calles, quizá fue un mensaje caminar por la avenida que homenajea a un libertador de América y que me roben en la que homenajea al hermano de un dictador español.

Seguí caminando y pasé por uno de esos barrios con edificaciones nuevas en donde antes habían asentamientos. Allí me ocurrió algo que nunca olvidaré. Un grupo de trabajadoras sexuales trans me vieron en las condiciones en las que venía y me ayudaron como no lo hizo el trabajador de azul. Rompieron el hielo ellas al grito de – ¿Qué te pasó cariño? -. Mis prejuicios de género y de clase se empezaron a cagar a trompadas en mi cerebro. Salió victorioso aceptar la ayuda. Creo que triunfó más el hecho pensar que nada peor me podía ocurrir que el de superar realmente mis prejuicios.

Fueron de una generosidad maravillosa.  Me limpiaron las heridas del brazo, me regalaron un par de ojotas y me ofrecieron el poco dinero que habían juntado en el día. El dinero no se los acepté pero si las ojotas para caminar hasta la avenida más cercana y tomar un colectivo que me cruce el puente Pueyrredón. Acepté las ojotas con la promesa de devolverlas y para ello les pedí que me anotaran algún dato suyo en un papel. Estuve un buen rato conversando con ellas. Recuerdo que repetían una y otra vez la frase – ¡son unos atrevidos! –  mientras les contaba lo que me había pasado. Me sentí a gusto con el concepto de “atrevidos”, me pareció más justo que el popular “delincuentes” que yo lo reservo para la gente de clases más pudientes que crean las condiciones para que luego existan los atrevidos. Ni hablar del nefasto “malvivientes” que a veces se suele usar en los medios de conservación.

Recuerdo que ya en ese momento, con la adrenalina todavía en el cuerpo, describí la situación desde ese lugar de cierta reflexión: no me molestaba el robo pero si los golpes. Y eso se lo repetí varias veces a Daniela y sus amigas mientras me hacían todo tipo de chistes sobre mi condición heterosexual y lo que me iba a salir el favor de haberme ayudado. Los comentarios sobre mi cuerpo me parecieron de un respeto increíble viniendo de personas que crecieron sin que fueran respetados sus cuerpos. Tengo la imagen grabada del gesto de una de las chicas como diciéndome ante mis reiterados agradecimientos – acá no hay nada que agradecer-. Fue un gesto genuino, imborrable, como de alguien que es capaz de dar una mano sin exigir realmente nada a cambio. Como si ya no esperaran que alguien les dé una mano a ellas nunca más. El promedio de edad de las trans es bajísimo, entre 35 y 40 años. Me impactó saber que las chicas que me ayudaron ese día entraban en ese promedio.

La marginalidad siempre se ve mejor desde la TV, con maquillaje y posproducción. Nunca fui partidario de la frase boluda “la universidad de la calle”, pero confieso que ese día aprendí más sobre la desigualdad y el rol del Estado en cinco cuadras que leyendo a Marx. Un robo violento, un policía ineficiente y unas prostitutas solidarias me dieron una lección de privilegios. Procuraré tener más cuidado la próxima vez. Sólo caminaré a las dos de la madrugada algún martes si me aseguro que están Daniela y sus amigas en el barrio esa noche.